martes, marzo 28, 2006

Ernesto Promizio y Señora

Se bajó del auto a las puteadas. No podía creer que, habiendo llevado el auto a lavar justo el día anterior, se largase a llover de esa manera. Con los zapatos en el barro le dedicó un gestito impropio a Tata Dios y lo mandó a la concha de la lora. No hay justicia en este mundo para Ernesto Promizio. Una puta vez que lleva la chata a enjuagar, después de años de recibir mensajes a dedo en el parabrisas del estilo "Lavame, Sucio" o "Sos un roñoso hijo de la gran puta, Ernesto Promizio", y esas pioladas que se les ocurren a los pendejos de ahora. No es cualquier día para que se largue a llover. Es el único día, el único rato a la semana que tiene que ir al conurbano a meter el Fitito en calles de tierra. Este cliente de mierda que me tocó atender, viene a instalar una bruta fábrica pasando la loma del orto. El barro en el único par de zapatos limpios terminó de sacarlo, por si fuera poco el ver salpicarse todo el barro desde abajo del coche. Entonces dijo en voz alta "¿Qué Dios es este que me castiga así?". Y se escuchó el retumbar de una voz en todo el barrio Las Golondrinas (Burzaco) que le contestaba diciendo: "Soy Yo, Jehová. ¿Có te va?". "Para atrás", le dijo Ernesto, "acabo de lavar el auto y se me está ensuciando todo porque hiciste llover. ¿Cuál es?". A lo que el Santo Padre respondió: "Agua y ajo, hijo". Y la
voz se la llevó el viento smogueado que fluye de la fábrica de tampones de Avenida Güemes. Ernesto Promizio quedó patitieso, tratando de descifrar el mensaje que de tan alta fuente le había llegado respecto al inconveniente del Fitito mugriento. Decidió hacer caso por una vez en su vida. Se fue para la casa, compró un kilo de ajo, agarró la manguera y embadurnó el auto de ajo. La metió a la mujer por la fuerza en el auto recién lavadito y salió a dar una vuelta por calles de tierra a ver qué pasaba. La mujer a los gritos porque el olor a ajo no la dejaba respirar. Ernesto, ecuánime y determinado, la tranquilizaba diciéndole "Agostina, si no cerrás el pico te voy a dar vuelta la cara de un bife, ¿'ta claro?". Entonces, en calma los dos, recorrieron las calles embarradas esperando que pasara algo, pero no. Cuando Ernesto se pudrió, volvieron a la casa y en el camino notaron que a algunas personas del barrio les salían alas negras de la espalda y colmillos enormes en la boca y se ponían a revolotear alrededor de la gente que corría aterrorizada para morderlos en el cuello. "Mirá, son vampiros", dijo Agostina. "No seas pelotuda, los vampiros no existen" le contestó su marido. A medida que la noche de Buenos Aires se iba poblando de seres monstruosos que volaban y chupaban sangre, Ernesto debió admitir que era posible que por primera vez en su perra vida Agostina tuviera razón. Pero lo que más lo sorprendió fue comprobar que los vampiros no se les acercaban por todo el ajo que tenían alrededor. Mientras paseaba por la ciudad en llamas y destruida, convertida en cuestión de horas en un nido de vampiros asquerosos que chupan sangre, matan, degollan y destrozan todo, Ernesto pensó "Me están ensuciando el auto con sangre estos hijos de puta". Y tanta sangre cayó arriba del auto, que no podían ver absolutamente nada a través de los vidrios, solamente podían escuchar. A la mañana los vampiros se ve que se murieron todos, porque no pueden estar a la luz del sol y los muy salames destruyeron todos los edificios y no tenían cómo cubrirse del sol. Se dejaron de escuchar ruidos afuera del auto, pero la esposa de Ernesto todavía no se animaba a salir. Esperaron un rato y mandaron a una rata que habían traído a través del caño de escape para que investigue. La rata nunca volvió, obviamente, y entonces Ernesto bajó del auto. A las puteadas, porque estaba todo sucio pero asquerosísimo de sangre y carne de vampiro pudriendose y encima el ajo podrido... Y entonces se oyó una voz potente del cielo que decía "¿Viste que podía ser peor?"