miércoles, enero 18, 2006

Sueño del Diablo destruyendo Buenos Aires

Ayer soñé despierto algo que me está costando recordar. Era yo, en el bondi, desubicado, sacándo una botellita de vino por la ventanilla del último asiento y partiéndosela en el marulo a un cabeza de níspero que pasaba en un carrito. Venía con un otro, que me miraba con la misma cara de asombro que ponen los que embocan un pleno y que sin preambulos salió rajando. Yo bajaba del bondi por la ventanilla, agarraba el carrito y lo destruía sobre un Mercedes que había ahí estacionado.

A los gritos, desaforado. Un animal herido en la conciencia o algo así. Enojado con todo y con todos. Algo malo había en la ciudad ayer a la noche. No sé que era. Por ahí era yo que estaba una gota harto demás de todo. Un brote de hartazgo insurrecto que se apoderaba de mi y de mi mente con vida propia. Pura ira, que iba tomando forma desde dentro como en un anime.

Me transformé en un ente de destrucción pura. Que iba creciendo a medida que lo atacaban. Que iba fortaleciéndose a cada minuto, sin un segundo de respiro. Que medía dos metros y mataba. Medía tres metros y rompía. Medía cuatro y descuartizaba. Una rabia desatada sin freno.

Yo, Demonio, recibía los disparos de la policía, los disparos del ejército y lo único que hacía era destruir, crecer y repetir "¡Únanse! ¡Atáquenme!".

Yo, perdido en los vericuetos de la conciencia de ese monstruo, pensé "yo soy el enemigo interno, el que está para destruir toda esta mierda". Y el engendro, exacerbado por mis ideas (o yo, exacerbado por las suyas) seguía destruyendo.

Es difícil explicar un sueño urgente. Yo hablo de un demonio, de El Demonio, de Satanás, de Belcebú, que tomó posesión de mi (el agnóstico proselitista) para destruir con saña y no con miedo. Un ser liberado de todo tabú. Así deben sentirse todos los demonios que nos acosan mientras dormimos. Él era furia y sangre, venganza y demolición. Y mientras los humanos, antes de morir, le arrojaban al Enemigo todo lo que tenían, desde agua bendita hasta bombas atómicas, yo no sentía absolutamente nada más que odio.

Ciego de ansia, sólo atinaba a patear todo lo que tenía delante, sabiendo desde adentro de la cabeza cornuda en las nubes, que no podía ni siquiera regodearme de lo que había conseguido. Sólo bramábamos, sin cesar, "¡Unanse! ¡Atáquenme!".

Buenos Aires, destruida. Algunos se habrían ido, otros habrían muerto. A mi me importaba, al demonio no. Y a mi, al fin y al cabo, tampoco. La ceguera nos tocó a los dos, y fuimos uno y una sola acción. Pura función, cumpliendo un único cometido en el universo: destruir. Avanzamos por el mundo, pisando y matando, tratando de no discriminar. Que no quedara nada en pie.

Un día, empezaron a llamarnos la atención los humanitos. De a poco trataron de que los escucháramos, pero demasiado ocupados estábamos escupiendo fuego y pisando montañas. Un piloto bastante audaz escribió, con el chorro de su avioneta, por encima de las nubes que me rodeaban el cuello y esquivando las llamas que despedía mi cuerpo monumental, un mensaje que sería recordado por milenios en este mundo paralelo que soñé:

SOMOS UNO

El diablo se frenó en seco y calló. Desde las proximidades de su dedo gordo alcanzó a escuchar altoparlantes que le repetían el mismo mensaje. Aspiramos hondo, tan hondo que todos los árboles perdieron sus hojas y el nivel de los océanos subió diez metros. El planeta se sacudió un peso de encima.

Sentí, sentimos, que entre la gente había fraternidad en estado puro, y ni un atisbo de terror en los corazones del mundo. Todos hermanos. Sin distinción, sin cárceles, sin manicomios, sin jueces, sin abogados, sin gobierno, sin congreso, sin ricos, sin desgraciados, sin histeriqueadas, sin refunfuñar, sin cobardía, sin reglas, sin vanidad, sin resentimientos. Sin miedo a la muerte.

Automáticamente, dejé mi cuerpo y me uní a esa conciencia colectiva que me atacaba. Que se defendía. Míseros humanos que se defendían entre sí de un único e inmortal enemigo. Se unían... Nos uníamos para atacarlo.

Satán, contento, se encogió, se fue aclarando y se convirtió en un ángel. El Ángel dijo: "El Diablo y Dios somos uno. Porque si existo, lo soy todo. Necesitan ser amados porque así los hice. Necesitan ser odiados para unirse. Se han unido y han triunfado, por ahora..."

Yo pensaba que algo similar ya había hecho el kía con el diluvio. Pensé en mi propia necesidad de hacer borrón y cuenta nueva, de empezar de cero, de destruir lo que soy, lo que somos, para volver a crearnos a gusto y piacere.
Pero después recordé la verdadera anécdota del Diluvio.
Recordé que Dios no existe.
Recordé que estaba soñando.
Y desperté.

El bondi debía haber avanzado tres cuadras, nomás. Esos sueños cortitos son los mejores, porque son los únicos que me quedan. Pero este en particular me dejó picando una angustia que, mirando a la gente a mi alrededor y la forma en que nos comportamos, todavía no se me fue.