miércoles, noviembre 30, 2005

El omnisciente

Googleá - El omnisciente

Un burdel de mala muerte y la calle de tierra. Eso era todo lo que iluminaba el farol hasta que él se arrimó a la puerta. Debía tener quince años, y venía con la idea fija y la plata en el bolsillo. Pero la cara se le descomponía en una mueca de angustia.

Me acerqué y le pregunté si sabía lo que hacía. Me dijo que sí pero supe que no. El polvo que había levantado en la calle todavía no se había estancado y ya se estaba llendo, arrastrado por un desconocido.

Lo llevé a un bar que había a la vuelta. Lo senté en una mesa y pedí dos whiskys. Le expliqué que en el burdel había cuatro prostitutas.

Rosalía, que vino de una chacra en La Pampa, expulsada por un padre que no quería creer que el hijo que llevaba en el vientre (y que perdió en el viaje a Buenos Aires) había sido producto de una noche de borrachera violenta de su propio hermano. Melinda, que había enviudado a los veintidós, y que se prostituía para pagar la gigantesca deuda que había contraído su difunto con unos matones. Lucía, que era obligada a asistir puntualmente a trabajar por una madre que tiraba el fruto de su explotación en alcohol. Y Estela, que era tan hermosa y tan fácil que antes de empezar a cobrar ya se había revolcado tanto que hacía rato que ni apreciaba a los hombres ni disfrutaba del sexo.

El pibe me dio las gracias por abrirle los ojos. Usó la plata para pagar su trago y los cinco míos y se fue a dormir a su casa como corresponde.

Esa fue una buena noche. Hace rato que no cae otro gil a invitarme whisky.